La decisión de Lyara
por Fernando de la Hucha

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Lyara se había parado al lado del huerto a observar las paredes de la villa. El sol del atardecer se colaba entre los árboles, y podía oír un lejano chorro de agua haciendo cantar a la piedra. Unas pequeñas huellas de sandalias adornaban las franjas marrones entre las hortalizas, formando un mosaico caótico. Cerró los ojos, y dejó que el olor a tierra y a verde la transportase varios años atrás. Sus padres también habían tenido un huerto una vez donde, llevada por el entusiasmo infantil, había pisado los calabacines y los tomates cuando jugaba. De pronto, una ráfaga de viento acarició su cara y su cabello, devolviéndola al presente. Tendría tiempo de dejarse llevar por los recuerdos cuando hubiese terminado, y aquella era la última etapa de su largo viaje.
Continuó por el sendero que serpenteaba hasta dejar atrás el huerto, y llegó a una explanada flanqueada por varios cipreses. Ante ella se alzaba la mansión principal de la villa. Las paredes eran de un blanco casi impoluto, y las tejas anaranjadas formaban una malla perfecta.
Se detuvo al escuchar el resonar de unos pasos, y un hombre salió al pórtico. Pese a las hebras de plata que adornaban su cabello, y al trabajo del cincel del tiempo sobre su rostro, Lyara lo reconoció al instante. Lo había estado buscando durante trece años. Desenvainó la espada que llevaba al cinto, y la hoja destelló amenazante. El tacto de la empuñadura la llenó de determinación.
Si el hombre estaba sorprendido de verla, lo ocultó muy bien. Asintió silencioso, y regresó al momento con su propia espada. En sus pesadillas, de ese filo siempre manaba la sangre de su hermano.
—Sabéis por qué estoy aquí, general. —La voz de Lyara vibraba de rabia contenida.
—Esperaba que vinieseis, tarde o temprano. —La voz de la respuesta era calmada, sin rastro de duda o miedo.— Mi destreza no es lo que era, pero espero no decepcionaros. —El hombre dio un paso al frente, con el arma en posición defensiva.
Sus aceros resonaron por tres veces, y por tres veces ella hizo retroceder al general con su furia. El cuarto golpe le arrancó la espada de las manos, que voló hasta caer en la hierba. Lyara plantó la hoja contra su pecho. Los ojos ámbar del general la miraban con dureza.
¿Era ese el final? Una estocada, y apagaría la vida del comandante de las tropas que habían saqueado su pueblo hacía trece años. Justicia por su hermano, que había organizado la defensa. Por la panadera, el sanador, y todos los demás. Todo lo que había entrenado estos años habría tenido sentido.
—Si vais a hacerlo, hacedlo ya —dijo el general alzando la voz—. La gente de vuestro pueblo se negó a rendirse, pero les dimos una muerte rápida. Impedí que nadie tocase a los niños…
—¿Acaso creéis que me importa…? —bramó Lyara incrédula.
Se vio interrumpida por los pasos atropellados de un niño y una niña. No tendrían más de doce años. Durante un momento, no pudo apartar la mirada. ¿Iba a dejarlos huérfanos? ¿Era aquello… justicia?
En aquel momento cayó en la cuenta de lo que quería decir el general. Habían tomado a los niños prisioneros, pero no los habían matado ni torturado. Ella misma estaba viva gracias a esa decisión. Siempre había sido consciente de ello, pero no había esperado que el hombre responsable de la muerte de su familia y sus vecinos se atreviese a decirlo en voz alta. Se le tensó la mandíbula tanto que pensó que se le iban a resquebrajar los dientes. No podía decir que se lo agradeciese. Y sin embargo…
Sin mediar palabra, dio una patada al general, que cayó de bruces al suelo jadeando, y dejó caer su arma. Después, lentamente, Lyara envainó su espada. Y, sin mirar atrás, se marchó de allí por dónde había venido.