Hocico
de Cerdo
por Abel Fernández

La prueba de danza sería una coreografía libre individual y, aunque llevaba toda la vida bailando, me comían los nervios. Mi amiga Sonia, una de mis primeras alumnas, también se presentaba al casting; y nos encontrábamos escuchando anonadadas a Alberto Enjuanes, director de ChoreoXperience.
—Veo algunas caras nerviosas y otras llenas de determinación — dijo con tono solemne—. Para algunas de vosotras, este será el día más bonito de vuestra vida. A esas afortunadas me gusta llamarlas… ¡trufas! —Abrió los brazos en una pose triunfal.
Sonia y yo nos miramos extrañadas.
—¿Habéis probado algún plato que lleve trufa? —Enjuanes pasaba su mirada de una chica a otra, moviendo la cabeza de forma repentina. Nadie contestó, algunas negamos con la cabeza—. Veréis —continuó—, se trata de un hongo de alto valor gastronómico que crece bajo tierra en las raíces de los árboles. Se usan cerdos para localizarlas, ya que pueden detectar su aroma — Hizo una pausa, caminando unos pasos antes de continuar—. Cuando se añade trufa a un plato, es ese aroma el que lo eleva a cotas inimaginables.
Daba gusto oírlo hablar apasionadamente de cualquier tema. En las entrevistas internacionales también solía irse por las ramas con excentricidades que nadie parecía entender, pero en directo irradiaba, además, un aura de genialidad.
—Digamos que yo soy el cerdito trufero de ChoreoXperience. Tengo que detectar entre vosotras a aquellas trufitas que ampliaránlos horizontes de esta compañía —explicó, haciendo como que olisqueaba hacia su audiencia, lo cual provocó risas entre algunas de mis compañeras.
Enjuanes continuó con un discurso motivacional no menos histriónico, tras el cual comenzaron las pruebas. Sonia lo hizo mejor que nunca y luego me tocó a mí. En cuanto empecé la rutina mis nervios se derritieron, saliendo por todos los poros de mi cuerpo en forma de sudor. Un sudor que había sido mi compañero más fiel en las miles de horas de entrenamiento que llevaba a mis espaldas.
Tanto Sonia como yo fuimos elegidas nuevas integrantes de ChoreoXperience, dando así el paso más importante hacia la aventura de nuestros sueños. Junto con otras afortunadas, lo celebramos en el backstage sin todavía poder creérnoslo, mientras esperábamos a que nos llamasen para firmar los contratos. Al cabo de un rato, el propio Enjuanes llegó a la estancia y se hizo el silencio.
—Tú eras Mónica, ¿no? —preguntó el director, señalándome. Asentí, contenta—. ¡Fantástica actuación! Acompáñame para que finalicemos el papeleo y puedas empezar la semana que viene.
Una vez en el despacho, Enjuanes se acercó para ofrecerme un bolígrafo y me puso una mano en el hombro, apretando ligeramente. Ese gesto me transportó instantáneamente al instituto, en mi cuerpo de catorce años, al momento en el que un profesor posaba sus manos sobre mi cuerpo. Sólo una de ellas sobre mi hombro. Entonces había escapado, y años después había oído su nombre en las noticias. A veces pasaba la noche en vela pensando en quién más había tenido que sufrir por culpa de mi silencio.
De vuelta en el presente, ese insignificante apretón en el hombro me hizo salir corriendo, y miré a Sonia una última vez antes de dejarla sola en la aventura de nuestros sueños. En los meses siguientes nos telefoneamos en varias ocasiones pero siempre contesté con evasivas. Parecía irle bien.
Un día, el destino me miró a la cara y me puso en la tele un documental sobre la recolección de la trufa. Resulta que hacía años que se usaban perros entrenados para encontrarlas, pues los cerdos no podían controlarse y se las acababan comiendo.
Cogí el teléfono y llamé a Sonia.