La ley del desierto
por Javier M. Pisa

Esta historia sucedió hace mucho tiempo, durante un día de mercado en la ciudad de Bagdad. Era una mañana de primavera con una temperatura bastante suave. Los clientes se agolpaban alrededor de los puestos de sándalo, pimienta, cuero y seda.
En un callejón aledaño, Kassim el ratero observaba a los viandantes. Farah, una mujer de pelo canoso y piel oscura caminaba despreocupada. El hombre vio su oportunidad. Con su cimitarra, amenazó a la mujer para que le entregara todo lo que llevaba.
— No me suena tu cara, pero debes saber que hay que pagar un precio por deambular por aquí.
— Soy de fuera. — dijo la mujer sin una pizca de miedo — Vengo a visitar a alguien.
Lo único que pudo encontrar Kassim tras cachearla era una daga ornamentada de valor incalculable.
— Preferiría que no me quitaras esto. Esta es la daga de Al-Rassam…
— ¿Debería conocerla? — Kassim no podía dejar de mirar sus rubíes engarzados y su empuñadura de oro. — No la necesito para nada, simplemente la venderé al mejor postor.
— Como quieras. Pero has de saber que a quien entregues esta arma, acabará asesinándote.
— ¡Ja! — rio Kassim — Sé perfectamente lo que estás haciendo. Intentas asustarme con trucos baratos. Pero has de saber que a Kassim no le asusta ninguna superstición. No creo en dagas mágicas, djinns de la lámpara o ifrits de la arena. No has hecho más que confirmarme lo valiosa que debe ser para tener que recurrir a esta artimaña.
Kassim salió sigiloso del mercado con la daga en su poder y la sensación de haber dado el golpe de su vida. A pesar de su bravuconería, no podía dejar de pensar en la advertencia de la mujer. Por ello, ideó un plan: de entre todos los mercaderes que conocía, decidió vender la daga a Halîm, quizás la persona más pacífica que habitaba en la ciudad. Era un viejo sonriente y sosegado, poseedor de un próspero negocio de caravanas. No era un hombre ambicioso ni vengativo: incluso hacía la vista gorda cuando en el pasado Kassim u otros ladrones habían sisado alguna especia de sus alforjas. Sería la persona perfecta. Incluso si el anciano decidiera atacarle, no sería un rival difícil, dado que su constitución era bastante débil, y su pulso, endeble.
Consiguió vender la daga a Halîm por quinientos dinares, una auténtica fortuna. Con el dinero obtenido por el arma, realizó varias inversiones que le dieron buenos frutos y, en unos pocos meses, consiguió tener un próspero negocio. Se rodeó de rateros y hampones a sueldo para conseguir sus oscuros fines. Ya no era Kassim, el ratero de barrio, sino Kassim el poderoso señor criminal. Por ello, empezó a atraer las miradas de muchas personas influyentes de Bagdad.
Comenzó a sufrir robos e incluso intentos de asesinato de líderes rivales, y empezó a desconfiar hasta de sus subordinados, pues la lealtad de esos criminales de baja estofa era bastante voluble. Dejó de comer por miedo a ser envenenado. No yacía con mujeres ni paseaba por las calles por temor a ser atacado. Harto de vivir en una duermevela, buscó por todas las calles a Farah, la mujer que desencadenó todo.
La encontró en un callejón similar al de la primera vez, y allí la encaró.
— Vender aquella daga no me ha traído más que desgracias. — dijo Kassim desafiante. Estaba visiblemente nervioso. — ¡Vas a pagar por ello!
— La daga no ha sido la causante de eso. Ya eras mezquino antes: robabas y tomabas a tu antojo. Lo único que ha cambiado es que tu riqueza ha alimentado la ambición de otros. — dijo Farah mirándole fijamente a los ojos.
— ¿Cómo puedes estar tan tranquila sabiendo que vas a morir?
— Oh… yo sabía perfectamente que este momento iba a suceder cuando te entregué la daga. Su único poder era este y yo te lo advertí. Durante estos meses, he bebido y he amado. Me he despedido de mis seres queridos y estoy en paz con el mundo. Quizás debiste hacer lo mismo…
Kassim no quiso escuchar sus palabras y hundió un cuchillo en el pecho de Farah, quien se echó al suelo con una expresión apacible. El hombre abandonó el callejón huyendo sin rumbo. Y así fue durante muchas semanas, pues Kassim vagó por muchos arrabales, utilizando falsos nombres y artimañas para pasar desapercibido.
Pasada una semana, lo trajeron preso a la plaza del mercado de Bagdad. Al parecer, un testigo había presenciado el asesinato que cometió en aquel callejón. Kassim no era más que una sombra de sí mismo: escuálido y paranoide. Miraba a todos con ojos de cordero degollado. Cuál fue su sorpresa cuando vio entrar a Halîm, el pacífico mercader, en el improvisado patíbulo para cumplir la ley del talión. Su única hija, Farah, había sido asesinada y, como dicta la norma, él sería quien llevara a cabo la ejecución del criminal.
Una lágrima cayó por la mejilla de Halîm mientras hizo caer la cimitarra. Una única lágrima para hacer recordar a todos que la ley del desierto ha de cumplirse.